10. Historia del durmiente despierto (parte 1)

Allá en los tiempos del califa Haroun-al-Raschid, vivía en Bagdad un rico mercader con su anciana esposa y un hijo único, llamado Abou-Hassan de edad de treinta años.
Murió el mercader y Abou-Hassan, que, educado en el mayor recogimiento y economía, se vio de improviso poseedor de una gran fortuna, disipó la mitad de ella en unión de alegres camaradas en quienes el joven creía tener amigos nobles y consecuentes.
Pero desapareció el último cequí; Abou-Hassan cesó de dar convites y fiestas en su casa, porque no podía disponer de las fincas dejadas por su padre, y desapareció también de su lado aquella especie de corte que le adulaba bajamente en cambio de los obsequios que recibía.
Terrible fue el desengaño de Abon-Hassan y muchas las lágrimas que derramó, herido por la negra ingratitud de sus falsos amigos; el infeliz ignoraba que los hombres, por regla general, vuelven la espalda a los pobres y a los desgraciados, por lo mismo que son los que mas necesitan de los consuelos divinos de la caridad.
El hijo del mercader juró no sentar a su mesa a ningún vecino de Bagdad, sino a un extranjero cualquiera, que no debería jamás acompañarle a cenar mas que una sola vez, fuese quien fuese, y siguió esta conducta por espacio de mucho tiempo con auxilio de la cantidad modesta, pero decente, que debía a la generosidad de su buena madre.
Una tarde estaba Abou-Hassan, como de costumbre, a la entrada de uno de los puentes de la ciudad, cuando pasó por allí el califa Haroun-al-Raschid disfrazado de mercader y seguido de un esclavo alto y robusto que acompañaba por lo común al soberano en este género de correrías. Abou-Hassan, creyéndole efectivamente mercader y extranjero en la ciudad, se acercó al Califa y le invitó a cenar en su casa con la condición expresa de que nunca volvería a poner los pies en ella concluida la cena.
Aceptó el Califa la proposición que le pareció extraña, y pocos momentos después entraba con su esclavo en la morada de Abou- Hassan, quien sirvió a sus huéspedes tres platos suculentos y las mejores frutas y bebidas del país. Haroun-al-Baschid quiso, de sobremesa, saber la historia de Abou-Hassan, y este refirió minuciosamente al fingido mercader los crueles desengaños de sus amigos, que le abandonaron con desprecio al creerle reducido a la escasez y la miseria. El Califa aprobó en un todo la sabia resolución del joven, amaestrado con las lecciones de la experiencia.
Quisiera añadió el Califa daros, antes de partir, una prueba eficaz de mi gratitud por la hospitalidad que me habéis dispensado. No soy mas que un mercader, pero cuento con la influencia de algunos amigos poderosos, y espero saber si necesitáis algo o tenéis algún deseo para hacer en vuestro favor cuanto de mi dependa. Os agradezco la voluntad, replicó Abou-Hassan, pero no soy ambicioso; sin embargo, voy a abriros mi corazón, porque hay una cosa que me produce verdadera pena. El Imán que reza las oraciones en la mezquita de nuestro distrito, es un viejo miserable, hipócrita y de mala lengua, que se reúne todos los días con cuatro infames viejos como él para murmurar de los vecinos. a quienes calumnian y ofenden del modo más indigno. Quisiera yo ser califa por espacio de veinticuatro horas para mandar que a cada uno de dichos viejos se le diesen cien palos en las plantas de los pies, y ver si entonces dejaban en paz a los habitantes honrados y pacíficos.
No me parece muy difícil conseguir lo que deseáis, y desde luego os aseguro que interpondré mi influjo para que el Califa os abandone un día las riendas del poder.
Veo que os burláis de mi loca imaginación y de la extravagancia de mi deseo, porque es imposible que Haroun acceda a esta ridícula pretensión mía.
Allá veremos, replicó el supuesto mercader, pero en el ínterin, permitidme que os sirva de beber antes de irnos a descansar.
Y el Califa, con la mayor destreza, vertió unos polvos, que siempre llevaba consigo, en la copa. de Abou-Hassan. Bebióla este de un solo trago, y en el acto cayó al suelo sumido en el más profundo letargo.
Llamó el Califa al esclavo negro, y poniéndose un dedo en la boca para recomendarle silencio, le mandó que cargase con Abou-Hassan, tomando bien las señas de la habitación para llevarle cuando fuese necesario. Dirigiéronse los tres a Palacio y entraron por una puerta secreta, sin ser vistos de nadie a causa de lo avanzado de la hora. El Califa ordenó que Abou-Hassan fuese despojado del traje que vestía y colocado en su propio lecho; en seguida hizo comparecer a su presencia al gran Visir, a los emires ya los altos oficiales de su corte para decirles que debían considerar a aquel hombre durante veinticuatro horas como a su señor y soberano, obedeciéndole ciegamente en cuanto se sirviera mandarlos. Todos comprendieron que el Califa, muy aficionado a las aventuras, quería divertirse a costa de Abou- Hassan, y se inclinaron profundamente en señal de respeto y sumisión.
Haroun, oculto tras una celosía espesa, debía gozar del extraño espectáculo que se preparaba. Al amanecer se acercó al lecho Mesrour, jefe de los eunucos, y frotó con una esponja empapada en vinagre las narices de Abou-Hassan, que se despertó al momento.
Creyó al principio que era víctima de una pesadilla, viéndose en aquella espléndida habitación, rodeado de los señores de la Corte, y quiso volverse del otro lado para seguir durmiendo, pero Mesrour se lo impidió dirigiéndole la palabra en estos términos: ,
__¡Comendador de los creyentes! Vuestra Majestad me permitirá le diga que ha llegado la hora de hacer la acostumbrada plegaria. Además, esperan para celebrar Consejo los generales del ejército, los gobernadores de las provincias y los altos dignatarios de Vuestra Majestad.
Abon-Hassan no podía dar crédito a lo que veía: preguntó a todos, uno por uno, quién era él, y todos le contestaron que el gran Califa de Bagdad, Comendador de los creyentes; luego ordenó a un esclavo que le mordiese un dedo de la mano para convencerse de que no dormía, y el negro cumplió su cometido con tanta exactitud, y sobre todo con tal fuerza, que Abou-Hassan lanzó un grito de dolor, convenciéndose hasta la evidencia de que estaba despierto y muy despierto. Entonces se convenció de que Dios había obrado una maravilla, se dejó vestir por los oficiales, y lleno de alegría se presentó en el salón del Consejo, donde Giafar, el gran Visir, le dijo después de hacerle una profunda reverencia:
¡Comendador de los creyentes! Que Dios colme de favores en vida a Vuestra Majestad, y que en la otra le reciba en el Paraíso y precipite a sus enemigos en las voraces llamas del infierno. Y sobre la marcha, dio cuenta a Abou-Hassan de los negocios del día, negocios que el supuesto Califa resolvió con notable acierto, con asombro del mismo Haroun-al-Baschid, oculto siempre tras su celosía. Concluido el Consejo, mandó Abou-Hassan que compareciese ante él el primer magistrado de policía, y le dijo con acento de mando, como si realmente fuese el verdadero Califa del reino:
Id sin pérdida de tiempo a tal calle y tal distrito, apoderaos en la mezquita del Imán y de los cuatro ancianos que le acompañan, montadlos en un camello después de vestirlos de harapos, y terminado el paseo por la ciudad le reanudaréis dar a cada uno cien palos en las plantas de los pies, como justo castigo de su infame maledicencia.
A las dos horas volvió el jefe de policía a dar parte de que la orden estaba ejecutada, y Abou-Hassan mandó al gran Visir que llevase una bolsa provista de mil cequíes de oro a la mezquita de un tal Abou-Hassan-, apellidado el Pródigo, deseo que también fue satisfecho sin la menor tardanza. La madre del improvisado Califa recibió aquel donativo con tanta mayor sorpresa cuanto que ignoraba lo que sucedía en Palacio. Concluido el Consejo, visitó Abou-Hassan los departamentos de aquel soberbio edificio, verdaderas maravillas por su lujo y esplendorosa riqueza, hasta la horade la comida, en que se le sirvió, por orden de Mesrour, que no le abandonaba, un suntuoso banquete al compás de músicas y de coros de exquisita melodía. El gran Visir le presentó a los postres una copa de oro con vino preparado de antemano, y Abou-Hassan, apenas le hubo gustado, cayó al suelo víctima del mismo sueño que la noche precedente. Entonces apareció el Califa, y su esclavo, por mandato de éste, vistió a Abou-Hassan el traje primitivo y le llevó a su casa, dejándole aletargado en el lecho.
Haroun-al-Raschid explicó a sus oficiales el objeto que se había propuesto al revestir a aquel hombre del poder supremo por espacio de veinticuatro horas;
Cuando Abou-Hassan despertó, llamó a gritos a los oficiales de la corte, acudió su madre a las voces, dándole el dulce título de hijo, pero el joven le manifestó con el mayor desprecio que no la conocía y que el era, no su hijo, sino el Califa glorioso de Bagdad, Comendador de los creyentes. Ni el lugar en que se hallaba, ni las pruebas que le presentó la buena mujer, fueron bastantes a disuadirle de su error. Quiso la madre distraer el animo de su hijo refiriéndole el castigo público del Imán de la mezquita y de los cuatro viejos, como asimismo el donativo que había recibido de parte del Califa, relato y circunstancias que contribuyeron a afirmar mas y mas a Abou-Hassan en la idea de que no era victima de ninguna ilusión. Sin embargo, la madre persistió en su empeño y Abou-Hassan, irritado, cogió un bastón para pegar a la respetable anciana, que se obstinaba en llamarle por el nombre de su hijo. Al estrépito acudieron los vecinos, y oyendo las extrañas palabras de Abou-Hassan, se convencieron plenamente de que el infeliz estaba loco, y en su virtud le ataron con fuerza de pies y manos para que no maltratase a su buena madre, mientras algunos fueron en busca del jefe del hospital de locos. Vino este con los loqueras: Abou-Hassan al verlos, quiso oponer resistencia, pero dos o tres azotes le dejaron inmóvil y afligido, y cargado de cadenas, con grillos y esposas, fue llevado a la casa de dementes en medio de una gran muchedumbre que al pasar le injuriaba y escarnecía. Una vez en el hospital, le encerraron en una enorme jaula de hierro, donde le aplicaban diariamente terribles castigos con unas aceradas disciplinas.
La madre de Abon-Hassan iba a verle dos o tres veces al día, siempre con lágrimas en los ojos al ver la triste situación de su hijo, cuando al cabo de un mes confesó este que había sido juguete de una ilusión, que el mercader era la causa de sus infortunios, y que, en efecto, confesaba ser Abou-Hassan y no el Califa, como antes pretendiera en el extravío de su perturbada razón.
Estas palabras, repetidas varias veces, y la tranquila apariencia de animo, contribuyeron a que el infeliz recobrase la libertad, saliendo al fin del hospital de locos donde tantos martirios había sufrido.
Repuesta su salud con los asiduos cuidados de su buena madre, Abou-Hassan volvió a su antigua vida, es decir, a invitar a la cena a los extranjeros que veía en las calles de Bagdad.
Estaba una tarde sentado junto a un parapeto, cuando vio ir hacia él al Califa disfrazado de mercader, como en la primera entrevista. Haroun-al-Raschid, de corazón noble y generoso, supo naturalmente lo acontecido y concibió el proyecto de presentarse de nuevo a Abou-Hassan para indemnizarle de la broma pasada.
El joven, lejos de corresponder al saludo del califa Haroun al-Raschid, volvió la cabeza con enojo sin responder ni una palabra.
¿Qué es eso? __exclamó su interlocutor__. ¿No me reconocéis ya? Yo soy….
Sí, ya sé lo que sois: la causa de todas mis desgracias, el hombre que me ha vuelto loco, extraviando mi razón hasta el punto de ser encerrado como las fieras en una jaula de hierro; Dejadme en paz y que Dios os perdone todo el mal que me habéis hecho.
El Califa quiso convencerle de que estaba en un error, abrazole repetidas veces protestando de su buena amistad, hasta que Abou-Hassan, medio enternecido, le .refirió su aventura con vivos colores y mostró luego al Califa la espalda y los brazos llenos de horribles cicatrices producidas por los golpes de los loqueras.
Haroun no pudo contemplar sin lástima y horror aquel espectáculo, y rogó por último a Abou-Hassan que le llevase a cenar a su casa para beber juntos consolarle de las penas que le habían atormentado en su encierro.
Abou-Hassan consintió al fin, pero con la condición de que al salir el mercader de la casa cerraría bien la puerta para que no entrase otra vez el demonio a turbarle el espíritu y a quitarle el juicio.
Ofreció el califa Haroun cumplir el encargo, y pocos momentos después se encontraban uno y otro en la mesa; concluida la cena de costumbre empezaron a beber y Haroun-al-Raschi-d presentó a Abou una copa de vino preparado ya con los polvos, diciéndole:
Bebamos a vuestra salud y en la celebración de la promesa que os hago de convertiros en el hombre más feliz de la tierra.
Bebió el incauto Abou-Hassan, y, como era consiguiente, cayó al suelo, dominado por la fuerza del narcótico. El Califa llamó a su esclavo, que esperaba en la antesala, y cargó con el cuerpo inerte del joven, trasladándolo a Palacio y al mismo lecho que había ocupado antes. Alrededor de él se colocaron por orden del soberano los señores de la corte y, además, un gran número de músicos, quienes al compás de armoniosos instrumentos entonaron dulcisímas melodías cuando Abou-Hassan abrió los ojos .al amanecer.
¡Ay! __exclamó el pobre hombre, mirando a uno a otro lado con asombro y tristeza; héme ya de nuevo presa del sueño fatal que tantos palos me ha costado en la casa de locos. De todo ello tiene la culpa un mal hombre a quien anoche recibí en mi morada, cuya puerta dejó sin cerrar el traidor infame para que entrasen los espíritus malignos. Voy a dormir hasta que Satanás quiera conducirme al sitio de donde me ha traído.
Un oficial se acercó a hablarle, dándole los títulos de Comendador de los creyentes, Vicario del Profeta y soberano de todos los musulmanes del mundo.
¡Huye de mí, Lucifer! exclamó Abou-Hassan cerrando los ojos, mientras el Califa se desternillaba de risa al presenciar escena tan cómica y divertida.
Los señores de la corte, a pretexto de que así lo exigían los asuntos del Estado, levantaron por fuerza a Abou-Hassan; éste daba espantosos gritos mezclados con las voces de los músicos que seguían cantando; los oficiales se pusieron a bailar con grandes contorsiones, y Abou-Hassan, en medio del circulo, tomó el partido de imitarles, dando brincos y saltos de extraordinaria altura y ligereza.
¡Abou-Hassan exclamó entonces el Califa-, deja de bailar porque me voy a morir de risa. A la voz del soberano los instrumentos se callaron, cesó la danza, y el silencio mas profundo sucedió a la algazara y a la gritería.
Abou-Hassan volvió la cabeza, reconoció al Califa en la persona del que creía mercader, comprendió en seguida que no era víctima de un sueño, y, sin desconcertarse en lo mas mínimo, dirigió a Haroun acerbas quejas por la crueldad de su conducta para con un hombre que ningún daño le había hecho jamás.
__Tienes razón __dijo el Califa__, y me arrepiento de mi proceder, pero de hoy en adelante serás mi hermano, vivirás en Palacio con una pensión mensual de mil cequíes de oro, te sentaras al lado mío en la mesa y estaré siempre dispuesto a otorgarte lo que me pidas.
Abou-Hassan se inclinó delante del Califa, dando con efusión por sus bondades las mas expresivas gracias, y por bien empleado lo sufrido en cambio de la fortuna de que era dueño al poseer el favor y la privanza del soberano.
La noticia del suceso cundió muy pronto por la capital y por todas las poblaciones del reino, y Abou-Hassan, hecho hombre célebre, adquiría cada vez mayor prestigio en el ánimo del Califa y en el de su esposa Zobeida, a quienes acompañaba asiduamente en Palacio y en las fiestas de la Corte. La Sultana quiso dar una muestra de afecto a Abou-Hassan casándole con su esclava favorita, llamada Nuzat Vlaudat, y las bodas se celebraron con gran pompa, gracias a la generosidad del Califa y de su esposa, protectores de la afortunada pareja.
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